Caso documentado por Ximena González, 2012
Los megaproyectos mineros son diversos en el país pero una de las más importantes actividades es la explotación del carbón que ha tenido un avance vigoroso en el norte del Cesar y la Guajira en manos de la empresa transnacional Drumond. El caso que se documenta a continuación se ubica en ese proceso. Las comunidades rurales de el Hatillo y Plan Bonito, asentadas en zona rural de El Paso y Boquerón asentada en zona rural de la Jagua de Ibirico, ambos municipios del Cesar, se encuentran ubicadas en puntos muy cercanos a los yacimientos mineros, a las áreas de explotación y de deposición de residuos industriales. Por esta razón, el Ministerio de Medio Ambiente al constatar los elevados niveles de contaminación ambiental y el enorme riesgo para la integridad y la salud humana, emitió las Resoluciones 970 y 1525 de 2010, en las que ordenó el reasentamiento involuntario de los pobladores de dichas comunidades[1]. Las comunidades mencionadas experimentan la descomposición de su tejido social, la alteración dramática de sus formas de vida, los impactos irreversibles de la contaminación ambiental, el desvío de los ríos, arroyos y caños de los que tomaban el agua para la vida, el surgimiento de enfermedades respiratorias, oftalmológicas y dermatológicas que han afectado especialmente a la población infantil, entre otros efectos sustanciales correlativos a la explotación de carbón. Aquí nos centraremos en el proceso de El Boquerón.
Boquerón fue fundado por cinco familias negras procedentes del municipio de Becerril, que arribaron originalmente en 1886 y que se asentaron de forma permanente en la zona con posterioridad a la terminación de la guerra de los mil días. Con el paso del tiempo, grupos familiares procedentes de distintos parajes se sumaron al poblado, en los cuales se destaca una segunda migración de familias que se establecieron en el corregimiento entre 1930 y 1940, integrándose a las costumbres y formas de vida de los fundadores. De acuerdo con las narraciones realizadas por los ancianos y algunos de sus descendientes, la comunidad se integró armónicamente siguiendo un conjunto de prácticas de producción, alimentación, recreación, esparcimiento, creencias religiosas, mitos que definieron su forma particular de hacer y ser colectivamente. Se destaca la actividad agrícola de productos como maíz, yuca, arroz, plátano y ñame, labor combinada con el pastoreo de animales de crianza y la pesca en los caños y arroyos que rodeaban el poblado. Desde el momento de su fundación y hasta la década de los 80, momento en el que la actividad minera alteró el uso y la destinación del territorio, la vida productiva y socioeconómica de la comunidad, se encontraba atada y determinada por el empleo de las tierras y sabanas comunales[2].
Distintos fenómenos ocurridos en la región, entre ellos la expansión de inmensas haciendas existentes desde la época colonial bajo el régimen de propiedad privada, el surgimiento de actores armados ilegales que desataron una confrontación bélica con inclementes consecuencias, y en especial, la llegada e implementación de la actividad minera a gran escala, trastocaron de forma profunda el conjunto de prácticas culturales, tradiciones, actividades productivas y modos de vida sostenidos por la comunidad desde su creación. La comunidad de Boquerón ha sido desmantelada. Buena parte de las familias de ascendencia afrodescendiente migraron hacia Becerril, la Jagua de Ibirico y Valledupar; aunque algunos aún poseen allí sus fincas y casas olvidadas, han dejado allí su pasado, la base de su existencia[3].
Por lo anterior, actualmente la comunidad de Boquerón es habitada por muy pocas familias tradicionales que permanecen en su territorio, por personas que arribaron al poblado con posterioridad a la década de los 80 atraídas con la posibilidad de encontrar alguna ocupación o empleo en las empresas mineras y por último por aquellos que han llegado con posterioridad a 2010, entre quienes hay personas que buscan satisfacer una expectativa eminentemente económica en el marco del proceso de reasentamiento.
Las compañías mineras Drummond LTD, Colombian Natural Resources I SAS, filial del grupo financiero norteamericano Goldman Sachs, Glencore, compañía suiza que hace presencia en la región a través de varias filiales, entre ellas Prodeco S.A, Carbones de la Jagua, Consorcio Minero Unido y Carbonandes constituyen los actores que actualmente encarnan el interés del gran capital en el distrito minero de la Jagua de Ibirico. Este es el segundo en producción de carbón en el país e incluye los municipios de Becerril, el Paso, Codazzi, y la Jagua de Ibirico[4], en un sistema de explotación a cielo abierto y subterráneo a gran escala. El carbón es el segundo producto de exportación nacional, de forma tal que a 2011 el total exportado ascendió a 75 millones de toneladas. El Cesar aumentó su participación nacional al 48% del total nacional alcanzando una producción de casi 35 millones de toneladas[5]. Durante 26 años la explotación minera se ha venido realizando de manera creciente. Inicialmente estuvo en manos de empresas públicas y fue concebida como una actividad esperanzadora, que llegó acompañada de promesas de desarrollo socioeconómico y mejoramiento de la calidad de vida de sus habitantes. Con el paso a manos de empresas privadas, si bien la minería genera cuantiosos recursos de regalías y creado algunas fuentes de empleo para pobladores locales[6], ha causado paralelamente considerables impactos económicos, productivos, ambientales, sociales, y culturales[7]. Su impulso fuerte en la década de los 80, ha resultado en una transformación dramática del paisaje, del uso del suelo, así como del manejo y la destinación de recursos naturales como el agua[8].
Entre las compañías explotadoras existe un doble relacionamiento: De una parte, son empresas que compiten directamente en el mercado de producción y exportación de carbón, lo que comporta que cada una de ellas tiene su propia estrategia de producción y mercadeo, así como infraestructuras exclusivas para conducir el carbón al punto de exportación. De otra parte, en relación con la obligación de reasentar a las comunidades rurales afectadas por los efectos perjudiciales de su actividad extractiva por orden del Ministerio del Ambiente, integraron un consorcio en el que actúan de manera conjunta y coordinada[9]. Adicionalmente, en lo relativo a la mitigación, compensación y restauración de los impactos socio-ambientales y culturales que su actividad ha dejado en la zona, si bien cada compañía posee su propio equipo técnico y jurídico que ejecuta actividades en el marco de la autonomía operacional, en seguimiento a las obligaciones que se desprenden de las licencias ambientales o de los planes de manejo ambiental o a sus programas internos de Responsabilidad Social Corporativa (RSC), se observa una tendencia de actuación articulada que se orienta a desconocer y minimizar la gravedad de las consecuencias que reporta la minería en la zona.
Estas empresas mineras tienen una abierta contradicción con las comunidades afectadas, pues por una parte conciben que su actividad industrial no genera los efectos sociales y ambientales que se han denunciado y por tanto se niegan a reconocerlos y a ofrecer las fórmulas necesarias de compensación, mitigación y rehabilitación de los mismos. De otra parte, si bien deben realizar y costear un reasentamiento de las poblaciones afectadas por orden del Ministerio de Ambiente, han rehusado a dar cumplimiento efectivo a ese deber, han utilizado prácticas dilatorias y poco transparentes que redundan en el destino y en la vida de los habitantes.
RePlan, es la empresa canadiense contratada por las empresas explotadoras para efectuar las distintas etapas del reasentamiento involuntario de las comunidades afectadas. CETEC es la firma interventora del proceso de reasentamiento; fue contratada por las empresas mineras para efectuar seguimiento a las actividades que comporta el reasentamiento y formular recomendaciones al operador.
Son diversas las autoridades estatales que tienen injerencia en este proceso, en sus diferentes niveles; algunas de ella son la Alcaldía de la Jagua de Ibirico, la Gobernación del Departamento del Cesar, CorpoCesar, Defensoría del Pueblo, Ministerio de Minas y Energía, Agencia Nacional de Minería, Ministerio de Medio Ambiente y Desarrollo Sostenible, Agencia Nacional de Licencias Ambientales. Las entidades oficiales han jugado un papel ambiguo y en ocasiones internamente contradictorio frente al deber de garantizar los derechos de las comunidades afectadas y de realizar un seguimiento, control y estricta vigilancia a la extracción de carbón. Las entidades locales si bien son abiertamente influenciables y dependientes al poder económico y político de las compañías, sus funcionarios son pobladores locales que advierten la mutación dramática que se ha experimentado en la región, la agudización de la pobreza, la desigualdad y la crisis ambiental, a pesar de que en el marco de sus funciones poco puedan hacer. Es así, como las alcaldías de los municipios en los que se encuentran ubicadas las comunidades a reasentar, han suspendido los programas y proyectos de inversión social, bajo el supuesto de que no resulta apropiado y coherente comprometer recursos públicos en poblados y personas que eventualmente serán reubicadas.
En las autoridades del orden regional se aprecia la existencia de entidades y funcionarios que ven la situación con preocupación y han desplegado un comportamiento proactivo hacia su control, así como de instituciones proclives a la minería a gran escala, afines a los intereses de las compañías y promotores de la ampliación de ésta actividad en el departamento.
Las autoridades nacionales no han tenido un comportamiento uniforme frente a la realidad socio-ambiental generada por la minería a gran escala en la región. De una parte, el gobierno central y en particular la autoridad minera tiende a analizar los beneficios y perjuicios de la extracción carbonífera, utilizando como principal indicador los márgenes de productividad, las cifras de dinero entregadas al Estado por concepto de regalías y de pago de impuestos, el porcentaje de empleos creados, y desde esa perspectiva promueve la actividad e impulsa su ampliación, al concebirla como fórmula incuestionable de desarrollo. Por otra parte, la autoridad ambiental si bien realiza seguimiento a las obligaciones a cargo de las compañías que se desprenden de las licencias ambientales y de los planes de manejo ambiental, y en virtud de ello formula recomendaciones, inicia procesos sancionatorios, impone multas, y otras sanciones, no cuenta con mecanismos realmente efectivos para prevenir, contrarrestar y gestionar adecuadamente los efectos perjudiciales que causa la extracción. Sus funciones y competencias son insuficientes y precarias para hacerle frente a la crítica realidad. Así, en relación con el reasentamiento de las comunidades rurales del corredor minero, el Ministerio de Ambiente fue la entidad que emitió las resoluciones en las que se imparten una serie de órdenes a cargo de las compañías mineras, pero carece de la solidez institucional y la voluntad política para erigirse en un supervisor y garante del proceso.
La comunidad de Boquerón ha optado por organizarse como Consejo Comunitario de Negritudes de Boquerón Casimiro Meza Mendoza, COCONEBO, cuyo objetivo central es agrupar al conjunto de familias de ascendencia negra en el territorio, al reconocimiento del pasado común de los habitantes de esa comunidad y de sus particularidades culturales. Sus propósitos fundamentales son: i) hacerle frente al reasentamiento involuntario motivado en los altos niveles de contaminación generados por la actividad minera a gran escala; ii) poner en evidencia los dramáticos impactos que la comunidad ha padecido como consecuencia de la explotación minera que permita detener la inminente ampliación de la minería en el departamento; iii) mandar un mensaje contundente sobre los reales efectos de la minería a gran escala, en un país en el que ésta actividad ha sido priorizada como motor de desarrollo[10].
La minería a gran escala compromete extensas cantidades de tierra, ya sea por el empleo directo de ella o por los impactos que ocasiona en otras latitudes no explotadas directamente, bajo la promesa de ser un motor de prosperidad, desarrollo y bienestar para poblaciones rurales. La minería en este contexto, llegó, se asentó y aún se realiza precisamente bajo el manto de dejar en el pasado “lo atrasado y lo excluido”, pero lo que enseña esta experiencia, es que es una actividad que condena a “lo atrasado y a lo excluido” a las poblaciones rurales que la circundan.
El camino de reivindicación del pasado y de la raíz afrodescendiente de la comunidad lo han liderado personas y familias ancestrales que actualmente ya no viven en Boquerón y que se marcharon de manera forzada y también voluntariamente. Por ello, la pertenencia a su tierra es un asunto relevante que trasciende a la presencia física en el mismo. En un intento por sacudir el pesado polvo que sobre ella ha arrojado la actividad minera, para reivindicar su cultura y su territorio como apuestas vitales colectivas, los descendientes de las familias negras han decidido constituirse en interlocutores y actores sociales válidos, para mostrar que son una comunidad rural con una historia digna que fue transformada y truncada por la actividad minera.