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Caso documentado por Nadia Umaña, 2013

La defensa de las sabanas, playones y caminos comunales constituye una lucha más amplia por el territorio ancestral de las comunidades afrodescendientes de La Sierra. Para locales y viajeros que frecuentan la zona, La Sierra tiene fama de ser un lugar de gente brava y peligrosa: “Nada tiene uno que hacer por allá, sino buscar problemas… Es como una Guajirita, pero de negros”, advierten frecuentemente conductores y tenderos, al preguntarles por el corregimiento. De negros arrieros, de negros libertos como dice la gente, es que vienen las familias tradicionales de La Sierra: Los Camaño, Martínez, López, Angulo y otras como los Barbosa que están entre El Cruce y La Sierra. Estas familias no sólo han vivido juntas por generaciones, sino que han hecho comunidad a través del compadrazgo y las relaciones de parentesco, construyendo un territorio complejo desde las prácticas económicas y culturales.

 

En principio, el territorio es el pueblo, específicamente, las casas donde habitan las familias, y cuya construcción recuerda el trabajo comunitario solidario. Una actividad colectiva de junta o minga que reúne a la comunidad para ayudar a “empajar” el techo con palma de vino, donde los mayores son los arquitectos ‘porque son los que saben el arte’ y los jóvenes ‘tejen’, mientras comparten una viuda de pescado, o un chivo guisado que ofrece la dueña de la casa en agradecimiento. En las afueras del pueblo, el territorio se construye con las sabanas y playones comunales: grandes extensiones de tierra libre, destinada al pastoreo de chivos, carneros, ganado y burros. “Antes aquí eran puras mangas, decían nuestros viejos, o sea, era un territorio libre donde no había cerca por ningún lado. No habían esas palmas grandes de allá, sino que usted alcanzaba a ver hasta la carretera, hasta La Troncal” (Florián, 2013: 3). Tanto las sabanas como los playones son los lugares del verano: de enero hasta abril, y a veces entre junio y agosto los hombres, algunas mujeres y todos los animales se trasladan a los playones y las sabanas para el pastoreo. Allí se construyen unos ranchos, con palma o zinc, y pequeños corrales “para ordeñar el ganao parido”, pero nunca se cercan: así como se hacen, se pierden cuando las lluvias de abril o de octubre “apretan” e inundan la sabana.

 

La lucha por las tierras comunes en La Sierra es parte de la historia misma de las familias y de aquello que son hoy como comunidad afrodescendiente. En el desarrollo de las reuniones, visitas, entrevistas y largas conversaciones en los patios de las casas, se han identificado cuatro momentos de despojo y lucha que ha pasado de generación en generación: el primero, entre los años 40 y 50, llamado la “época de los viejos”, que origina el conflicto por la tierra debido a las apropiaciones que los ricos de Chiriguaná logran con distintas estrategias de despojo. El segundo momento, corresponde a la defensa intensa de las sabanas comunales en las décadas del 60 y 70, a través de acciones directas de saboteo contra los intentos de apropiación de la tierra. Enseguida, el tercer momento está marcado por la incursión de los grupos armados legales e ilegales cuyas particularidades definen las posibilidades y objetivos de la lucha a lo largo de los años 80, 90 y hasta mediados de la década del 2000. De allí en adelante, el cuarto momento se caracteriza por la conformación de figuras organizativas novedosas que permiten trascender la posición defensiva hacia las acciones de recuperación de las tierras que les fueron usurpadas en la “época de los viejos”.

 

La época de los viejos está marcada por el despojo logrado a través de la seducción y el engaño. “Es que en la época de los viejos, el que tenía la plata era el que tenía el valor – ¡decidían hasta quién iba a ser el padrino del hijo de uno!. Santa Rita: patrona de las causas desesperadas y abogada de lo imposible fue intercambiada, en calidad de préstamo, por más de 300 hectáreas de sabanas comunales de La Sierra. Hoy, más de cincuenta años después, la estatua de La Santa se encuentra en la pequeña Iglesia del corregimiento y las sabanas siguen apropiadas por los nietos de quienes, aprovechando la fe del pueblo, fabricaron el engaño. En palabras de Nubia, “los ricos empezaron a ganarse la confianza de la gente, con ron, para apropiarse de esas tierras que eran bastante fértiles porque por ahí pasaba el río Anime antes de que lo desviaran.  Entonces los ricos le dijeron a los viejos de aquí que ellos iban a cercar todo este espacio para que los burros no se pasaran para la carretera, y los carros que transitan por ahí no fueran a matárselos. A los viejos les pareció buena la idea, porque los ricos decían ‘ustedes pueden ahí meter sus burritos, sus vacas, y pueden ir a cortar leña’” (Florián, 2013: 4)[1]. El engaño de los ricos era amparado por la ley - que otorgaba títulos y certificados de compra sobre tierras que habían sido apropiadas irregularmente- y por la fuerza- policía y otros armados, dice la gente. Además, se complementaba con otras estrategias de despojo, desde la oferta de dinero, trabajo, hasta el uso del “compadrazgo” para dividir a la comunidad.

 

Así, el “pago” por robar a su propia comunidad era ron y el “status” de poder compartir tiempo con quienes detentaban el poder local.  Una vez conseguían cercar las sabanas para hacer “sus” fincas, buscaban a los Serranos para que las trabajaran a cambio de queso, leche, panela o un mercado, ganando con ello respaldo al interior de la comunidad: “Por decir algo, el finado Polo que se llamaba Ambrosio Sánchez trabajó donde Julio Hasad, y por eso decían que Julio lo había criado para mamarle gallo, porque él trabajo un poco de tiempo, haciendo montaña ahí, porque era gente hachera, buena para hacer monte” (Martínez, 2013: 18). Dicho respaldo también era conseguido con otras estrategias más sutiles que recurrían al compadrazgo y la familiaridad: “Lo que pasa es que en la mentalidad de los ricos (…) ellos veían la facilidad y decían ‘no joda, aquí estoy al lado de esas sabanas, esos negros que no saben ni leer y escribir, a esos les quitamos esa vaina’. Entonces comenzaban a ganarse al líder, haciendo amistad, siendo compadres del líder con el ahijado, y ahí iban. Eso me lo contó mi abuela Bartola, cuando todavía estaba más lúcida. Ella decía que los ricos iban ganándose los líderes, y así iban entrando a los pueblos y creando confianza (…) Cuando ya él siente que tiene respaldo, llega y pam, cerca, y da el batatazo. Entonces esa gente de la comunidad, que se sienten amigos de él supuestamente, le da el respaldo. Y así divide a la comunidad, entonces empieza el conflicto adentro. Así se hicieron ellos a las tierras, cuando la época de los viejos” (Martínez, 2013: 18)

 

El segundo momento se construye con la tambora, un grito y todo el mundo se reúne para defender las sabanas comunales. Conociendo las estrategias de los ricos para dividir a la comunidad, durante las siguientes dos décadas los serranos se dedicaron a evitar que cercaran y se apropiaran de su tierra, con el liderazgo de una mujer: Dima Matilde Castañez.  Julio Hasad y el Viejo Criado “Cria” eran dos de los ricos de Chiriguaná que se apropiaban de las sabanas- y cuyos descendientes aún hoy, lo intentan. Morroco era el apodo del policía de la época- que aparecerá en otro momento de la historia de la lucha por las sabanas comunales. Los títulos, papeles y comprobantes son los documentos falsos que los ricos conseguían para alegar la propiedad sobre la tierra que históricamente ha pertenecido al pueblo. Esta tambora era la señal para que el pueblo de La Sierra se preparara para desalambrar y “picarle la línea” a los ricos que intentaban apropiarse de las sabanas. Al son de la tambora que avisaba, el pueblo en su totalidad se reunía para coordinar la acción, dando cuenta de la organización interna de la comunidad: “En la reunión se decidía qué día íbamos a picar. Por ejemplo, el domingo vamos a picarle a Julio Hasad, a Iván Criado, o al que tocara picarle. Entonces nos poníamos de acuerdo, y el domingo en la madrugadita se tocaba la tambora nuevamente y todo el mundo venía con hachas, machetes, los burros para traerse la leña de las vigas que cortaban, piedra y rula. Antes picaba uno con una piedra y una rula, ponía la piedra abajo y “pam” al alambre. Entonces iban unos adelante picando alambre, y otros atrás cortando las astillas para traer su carga de madera. Y eso se hacía con todo el que quisiera adueñarse de las sabanas” (Martínez, 2013: 3). Se hacía cuantas veces fuese necesario: “La pelea fue tan grave y tanto tiempo, o sea antes a un rico le picaban la cerca dos y tres veces en el año, entonces se daban cuenta y decían “no joda, ya me va a tocar dejar esa vaina así porque esos negros no me van a dejar cercar” Ya optaban por dejar eso así porque les salía muy caro. Tenían que estar comprando alambre… Es más, la primera vez se la picaban más leve, ya después se lo iban picando más cerquita con el fin de que no quedara remedio de añadido, de pegar el alambre… Entonces entre más alambraban ellos más cerquita se les iba picando: llevábamos más gente y se le iba picando más chiquita para que ellos vieran que iban a perder lo que invertían si seguían intentándolo” (Martínez, 2013: 5)

 

La gente Serrana recuerda la defensa de las sabanas con orgullo, como una acción directa  del pueblo en su conjunto: hombres, mujeres, niños y hasta mujeres embarazadas, sin ninguna organización formal o partido que movilizara y orientara la acción: “No había otra organización ni se hacía como Junta de Acción Comunal ni nada.  Eso era la gente, o sea una acción popular que llama uno: nos reunimos aquí, lo decidimos, y vamos y picamos como comunidad con sus líderes” (Martínez, 2013: 15). Como líder, sobresale Dima Matilde, la mujer cuyo nombre está ligado a esta lucha por la tierra.La justicia de la lucha se basaba, pues, en el derecho adquirido sobre una tierra heredada, en la que habían nacido generaciones y generaciones de Serranos que se enfrentaban a una pretensión de apropiación ilegítima. Generalmente, la acción era reprimida por el Estado a través de la policía. Así lo recuerda Nubia Florián: “Desde que yo tengo uso de razón escucho las historias de la defensa de las sabanas comunales (…) Los dueños de las fincas, los que se estaban apoderando de las mejores y más fértiles tierras, eso no les gustaba. Entonces ya empezó a haber la violencia, las amenazas: aquí muchas mujeres y jóvenes estuvieron presos…O sea, esto ha sido una lucha de sangre, de guerra, de lágrimas, de desplazamiento y de todo” (Florián, 2013: 2).

 

El tercer momento lo marca la guerra. Primero despacio, con las guerrillas del Ejército de Liberación Nacional (ELN), las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y después con contundencia, con los paramilitares en alianza con el ejército.  Durante el periodo de la guerra, las estrategias de lucha por la tierra y el territorio cambiaron: ahora, se trataba de la vida, de la libertad, de la autonomía. Dice la gente, que las guerrillas llegaron buscando un respaldo logístico y operativo para transitar por el corredor estratégico de Chiriguaná: y aunque por allí pasaron, los jóvenes y en general la comunidad no “aceptó su sistema”- Decían que luchaban por nosotros, por el pueblo, pero nunca nos hablaron de nuestros problemas, del tema de tierras, de las sabanas, de la pobreza: no vimos ahí las soluciones que necesitábamos, sólo sus intereses de guerra y negocio.

 

Hacia finales de la década del 90, empiezan las primeras incursiones paramilitares. Es un recuerdo tan compartido, como fragmentario. Al recordar se comparte la rabia y la indignación. Pero la memoria de la guerra también rompe lo común, y asoman dolores viejos y nuevos, desconfianzas, matices y tensiones en una historia que todos vivieron, pero cuyo sentido no siempre comparten.  No sólo era la violencia física de los asesinatos, masacres, y desapariciones de la zona, también era el miedo, el terror, la incertidumbre. Todo el mundo sabe que ellos andaban con el aval del Estado- iban en sus camionetas, todos armados, por las vías donde había retenes militares y no pasaba nada. “Sabemos que la “triple alianza mafiosa” de la que se habla, fue cierta, porque la vivimos: eso era como un matrimonio entre los terratenientes y políticos corruptos de siempre, los paramilitares y el Estado, incluyendo al ejército”. Los paramilitares volvieron a teñir de muerte la lucha por las sabanas. Se llamaba Benito José Camaño, era el rector del Colegio Municipalizado de Bachillerato hoy conocido como Institución Educativa Santa Rita, y el hombre que reunía al ‘personal’ para ir a picar la cerca de las sabanas que estaban siendo alambradas. “Lo peor es que a él lo mataron los paramilitares, ordenados, mandados por gente de aquí mismo de La Sierra.  Todo el mundo sabe quién lo mandó a matar”. La memoria se vuelve común al recordar la decisión que tomaron como pueblo: ‘nos vamos a armar con machetes, palos, con las escopetas viejas y los chopos, pero aquí no matan más un Serrano, aquí no entran’. Y así, todos recuerdan como en una reunión comunitaria el pueblo decidió defenderse, porque no encontró otra alternativa. Sabían que si denunciaban a la policía o al ejército, los paramilitares llegarían a matarlos porque estaban aliados- pues así había pasado en otros pueblos.

 

La agudización de la represión transformó, inevitablemente, la lucha por el territorio que se vinculó a la posibilidad de mantener la vida y la autonomía, y se diversificó en sus formas: se desarrollaron estrategias indirectas a través de la resistencia armada, la protección espiritual, la negativa a financiar económicamente la estructura paramilitar, así como estrategias directas de defensa territorial, específicamente, la decisión comunitaria de alambrar las sabanas para evitar su apropiación. El grado de represión fue tal, que una de las formas de lucha recurrió a lo que siempre se había combatido: las cercas.

 

La última época, la actual, “Dicen que la guerra pasó, aunque ellos siguen ahí: en los políticos, en los empresarios, en los terratenientes. Ellos siguen ahí y todos lo sabemos: ahora la pelea es con bala, con amenaza y con vainas…Igual nosotros seguimos luchando, sólo que distinto”. La represión ejercida por la estrategia paramilitar ha disminuido su intensidad porque ha logrado su objetivo: consolidar el despojo para la agroindustria de palma aceitera que día a día aumenta sus hectáreas, y la explotación minera de carbón a cielo abierto. A pesar de ello, en La Sierra la lucha hoy sigue vigente aunque haya cambiado de forma: la gente Serrana ha mantenido las acciones directas en defensa de lo común, cuando se ha requerido, especialmente de los caminos viejos o de antaño. No obstante, la experiencia previa de la violencia ha generado un cambio en los repertorios de la acción colectiva. Como indica Nubia: “Ya nos cansamos de poner muertos, de derramar sangre de gente inocente en busca de la defensa de nuestro territorio, para que no nos sigan robando y despojando. Entonces para eso, gracias a Dios, nos hemos capacitado y formado y ahora sabemos que hay vías legales que son las herramientas que nos brinda la Constitución, a través de la Ley 70 (…) Ya se ha ido aprendiendo, la gente se ha dado cuenta que no siempre las cosas se resuelven por las vías de hecho: sabemos que cualquier acto de esos, uno se va para la cárcel y ya uno no está para eso. Pero si luchamos con razón de causa, con conocimiento y estamos luchando por la vía legal, con todas las herramientas que nos da la Constitución: estamos defendiendo nuestro territorio, nuestras sabanas comunales, nuestra cultura para que no se siga expandiendo en nuestro territorio la minería, y todas esas situaciones que han tratado de eliminarnos” (Florián, 2013: 11 y 19)

 

El cambio de las formas de lucha desde las acciones directas hacia las herramientas jurídicas, supone un tránsito de la defensa a la recuperación de las tierras comunes, a través de la titulación colectiva: “Entonces esa guerra, esa pelea por la tierra, ahora la tenemos porque nosotros queremos rescatar nuestras tierras, lo que nos quitaron o mejor, lo que les quitaron a nuestros ancestros [con la Santa Rita]. Por eso la forma de organizarnos como Consejo Comunitario, porque como uno en esa época no sabía lo que era eso, ni la ley 70…Entonces ahora que tenemos más conocimiento, nosotros vemos la posibilidad de rescatar esas tierras” (Martínez, 2013: 12). La posibilidad de trascender la defensa a la recuperación territorial está vinculada a la conciencia sobre los derechos que tiene la comunidad afrodescendiente sobre las tierras comunales, que otorga legitimidad y justicia a la lucha. De este modo, al escenario de los actores de la acción colectiva ingresa con claridad el Estado como el adversario ante el cual se exige el reconocimiento jurídico de unas tierras comunes que son legítimamente comunitarias:  “Porque nosotros somos revolucionarios pero con causa, y la causa es la defensa de nuestro territorio, porque es nuestra historia, nuestra alma y nuestra vida (…) Sabemos que tenemos derecho a la igualdad, porque también somos una etnia que incluso fue más vulnerada, atropellada y estigmatizada que los indígenas. Entonces la deuda que tiene el Estado es tan grande que la titulación colectiva no es nada para compensar un poco esa brecha de la desigualdad social que ha abierto con nuestra etnia, esa discriminación que hay con nosotros y la vulneración de nuestros derechos” (Florián, 2013: 19).

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