Caso documentado por Ana Catalina Rodríguez, 2013
El desafío de erradicar cultivos de coca como uno de los rezagos y las trampas de la guerra es una segunda experiencia realizada por los aruhacos pobladores de la Sierra. La Sierra ha sido históricamente territorio de disputa. De manera reciente, el proyecto paramilitar se configuró alrededor del dominio de la tierra desde finales de la década del sesenta, con la llegada de los jefes paramilitares Hernán Giraldo y Adán Rojas, quienes luego conformarían el grupo paramilitar “los chamizos”, que dominó esta zona hasta mediados de los años 90 cuando el Frente Domingo Barrios del ELN los expulsó a zonas rurales de Santa Marta. En el período de 1998 a 2002 se identificaron 44 desapariciones forzadas, 166 ejecuciones extrajudiciales, 92 casos de tortura y 52 tomas de rehenes y secuestros. En dos masacres del 2002, la de “El Limón” y “Potrerito”, fueron asesinados 12 indígenas Wiwas y se produjo el desplazamiento forzado de 1300 miembros de esa comunidad y 300 más de otras. En 2003, la Defensoría del Pueblo recibió denuncias que incluyeron el asesinato de 44 indígenas Kankuamos, el bombardeo militar oficial indiscriminado al resguardo Wiwa en Potrerito (San Juan del Cesar), que ocasionó destrucción de viviendas y desplazamientos, el asesinato de 13 indígenas Arhuacos y de personas que trabajaban con ellos, así como otras infracciones graves relacionadas con destrucción de poblaciones y de bienes civiles de uso comunitario (FUCUDE, 2009: 16)[1]. Desde este momento se da una abierta connivencia entre las AUC y el Ejército, culpable también de las masacres mencionadas anteriormente, donde se “produjeron bombardeos indiscriminados por parte del Ejército y diversas incursiones de las Autodefensas con agresiones como saqueo e incendio de viviendas, centros etnoeducativos, puestos de salud y tiendas comunitarias” (FUCUDE, 2009: 36). Desde el 2002 hasta el 2005 el Bloque Norte de las AUC empieza a participar en negocios legales que le sirven de fachada y penetran en la estructura política del país por medio de lo que se conoce como “parapolitíca”, cuyos antecedentes en la región son el “pacto de Chivolo” y el “pacto de Pivijay”.
La violencia en la Sierra ha generado múltiples amenazas directas a las comunidades indígenas por parte de actores armados legales e ilegales, pero además, sus poblaciones se han visto envueltas en las dinámicas del narcotráfico, entrando muchas de ellas en el negocio de la siembra ilegal de coca. Frente a esta situación concreta la comunidad arhuaca que habita la zona del río Don Diego en una reserva creada en 1973, se organizó para erradicar manualmente los cultivos de coca ilícita que aún permanecían en sus territorios “saneados”[2], pues frente a la ausencia de un Estado que no atendía esta problemática, los indígenas tuvieron que reunirse, unir sus fuerzas y enfrentar con sus propias manos dicha situación. Desafortunadamente, las bonanzas marimbera y cocalera habían sumergido en la lógica del narcotráfico a varias familias de indígenas en el río Don Diego, creando divisiones al interior de la comunidad. Algunos se molestaban al ser señalados en las asambleas de cocaleros, raspachines y de que vivían del químico; otros consideraban que si se erradicaban los cultivos, el Estado les entregaría más dinero para seguir llevando a cabo el trabajo de saneamiento del territorio, y dejarían de estar en la mira de los grupos ilegales. Por otro lado, algunas personas consideraban que era necesario dejar los cultivos ilícitos para que la comunidad internacional siguiera identificando este problema y destinando recursos para enfrentarlo (OGT, 2009b: 6)[3].
En el marco de esas tensiones internas, “sesenta hombres (indígenas Arhuacos) dotados de rulas, pácoras, limas, botas machas y otros elementos indispensables para el diario vivir, con el grato acompañamiento de ocho mujeres indígenas (gwati) dispuestas a cocinar en improvisadas cocinas, y un arriero con sus tres mulas cargando las provisiones de víveres, ollas, calderos, cucharas y bastimento, empezamos la erradicación en las parcelas ya compradas. No parecía una causa indígena, sino un viaje de gitanos, sólo que nosotros no haríamos aparecer objetos perdidos, sino desaparecer cultivos que nos podían desaparecer culturalmente” (Ibid, 2009b: 7). En las noches, después de una jornada de más de doce horas de trabajo erradicando, la comunidad se reunía alrededor del fogón para descansar y seguir discutiendo sobre el problema que estaban enfrentando. “La exagerada dependencia de los indígenas por los cultivos ilícitos de coca y porque después de varios años de asentamiento en estas tierras no se veían cultivos de yuca, plátano y maíz o potreros bien asistidos, sino coca, rastrojeras y casas deterioradas como escombros del mal agüero” (Ibid, 2009b: 7). El trabajo de erradicación duró 28 días.
La construcción de autonomía a partir de su territorio frente al conflicto armado ha llevado a que dicha comunidad defina y afine su posición política frente a las lógicas de los actores armados, en este caso concreto frente a los cultivos de uso ilícito. La organización ha venido adelantando diferentes estrategias para proteger su territorio, a partir por ejemplo de compra de tierras: “las organizaciones y el gobierno llegaron a un acuerdo de que con el dinero que se iba a dar para las fumigaciones, se diera para la compra de mejoras que el indígena se encargaba de erradicarlas manualmente” (Entrevista a Isidro Robles. Santa Marta, diciembre de 2011). De igual manera ha participado de manera activa en diversos proyectos orientados a conservar el medio ambiente y erradicar los cultivos ilícitos. Cuando no ha habido respuestas del Estado han acudido a instancias internacionales como la Corte Interamericana de Derechos Humanos la cual dictó medidas cautelares en 2003.